Efectivamente, es fácil criticar a nuestro gobierno y a nuestros políticos, pero tenía razón Joseph de Maistre (1753 – 1821) al decir que ‘cada pueblo o nación tiene el gobierno que se merece’; posteriormente, André Malraux la modificó, diciendo: ‘no es que los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tiene los gobernantes que se le parecen’.
Así que, en primer lugar, deberíamos analizarnos y criticarnos a nosotros mismos, pues los gobernantes son la consecuencia de la voluntad popular, está claro.
Pero ese análisis primigenio no debería, a su vez, privarnos de ser críticos con los gobernantes.
Todos sabemos que un voto individual no es relevante, y nos permite actuar conscientemente; si bien, dejarse manipular el voto, siguiendo consejos como el ‘voto útil’, sí que incide.
Pero es difícil ser consecuentes con nosotros mismos, cuando estamos inmersos en unas luchas cainitas potenciadas por los distintos medios de comunicación.
Asimismo, si no refrenamos nuestro narcisismo, que nos hace creer únicos, los mejores, cuando, en realidad, somos mediocres, como la media de la población, no conseguiremos nada positivo. Un ejemplo en ese sentido lo reconfirmé ayer, al ver que me había equivocado en mi escrito, pues reproduje un artículo del ‘neofranquista’ Xavier Vidal-Folch, pero que, en un segundo momento lo atribuí a su hermano Ignasi, como me hizo ver un compañero de Meridiana Resisteix.
Todo es muy complejo, como expresó Vicent Partal, en la editorial de Vilaweb del 4 de mayo de este 2023:
El periodista y escritor Pere Antoni Pons respondió: ‘el político (Pablo Iglesias, de Podemos) que había de transformar España -pero no lo ha hecho- dice que el político (Gabriel Rufián, de ERC) que había de hacer la independencia -pero no la ha hecho- sería el sustituto ideal del periodista (Jordi Évole) que había de renovar el periodismo -pero no lo ha hecho. Más español, imposible, todo junto’.
Así, los ciudadanos de pie, estamos inmersos en un magma de confusión, que nos impide tener decisiones objetivas.
En la entrevista de Pons a Iglesias, éste se sintió ofendido porque entendió que el periodista hacía servir la palabra ‘español’ como un insulto y le pidió que se disculpase.
Y el periodista le contestó, como apunté en mi escrito de ayer que: ‘no es culpa mía, Pablo, si las dinámicas de poder y los valores hegemónicos que definen España -y que vosotros habéis contribuido en reforzar y naturalizar- son los que son. Además, esto que te tomes mi comentario como un insulto, dice más de ti que de mí’.
Partal señala que ‘todos los españoles son nacionalistas, banalmente nacionalistas, con la excepción de los castellanistas comuneros, aquellos que reconocen Castilla como su nación y asumen que el proyecto nacional de España les ha robado su identidad, y los independentistas andaluces’.
En este momento me parece oportuno recordar, mínimamente, la historia de los comuneros castellanos y de las germanías valencianas y mallorquinas, basándome en la información obtenida en Wikipedia.
El levantamiento de los comuneros, la Guerra de las Comunidades de Castilla, se produjo en los años 1520 – 1522, en la Meseta Central (Segovia, Toledo y Valladolid), dirigida por Juan de Padilla (1490 – 1521), Juan Bravo (1484 – 1521), Francisco Maldonado (1480 – 1521), Antonio de Acuña (1453 – 1526), etc.
El levantamiento se produjo en un momento de inestabilidad política de la corona de Castilla, que se arrastraba desde la muerte de Isabel la Católica (1451 – 1504) en 1504. En octubre de 1517, el rey Carlos I (1500 – 1558) llegó a Asturias proveniente de Flandes, donde se había autoproclamado rey de sus posesiones hispánicas en 1516. A las Cortes de Valladolid de 1518 llegó sin saber hablar apenas castellano y trayendo consigo un gran número de nobles y clérigos flamencos como Corte, lo que produjo recelos entre las élites sociales castellanas, que sintieron que su advenimiento les acarrearía una pérdida de poder y estatus social (la situación era inédita históricamente). Este descontento fue transmitiéndose a las capas populares y, como primera protesta pública, aparecieron pasquines en las iglesias, donde podía leerse:
‘Tú, tierra de Castilla, muy desgraciada y maldita eres al sufrir que un tan noble reino como eres sea gobernado por quienes no te tienen amor’
(…) las tropas imperiales asestaron un golpe casi definitivo a las comuneras en la batalla de Villalar el 23 de abril de 1521. Allí mismo, al día siguiente, se decapitó a los lideres comuneros: Padilla, Bravo y Maldonado.
Me parece que no deja de ser curiosa la coincidencia de la fecha del 23 de abril, nuestro día de Sant Jordi; y que ese día sea la festividad de la comunidad de Castilla y León; así como que el color morado (o púrpura) sea el color adoptado por la República española como tercer color en la bandera, en recuerdo de los comuneros. Y más curioso todavía, es el gran desconocimiento popular al respecto, debido a la censura y la historiografía oficial.
Y evidentemente, el sentimiento comunero me parece que tiene una clara correspondencia con nuestro independentismo catalán, ya que, como ellos, estamos gobernados por una plaga de nacionalistas españoles, que no sienten ningún amor por nuestra tierra, que no se interesan ni en hablar nuestra lengua, y que manifiestan una total animadversión hacia lo que somos.
Asimismo, podemos encontrar múltiples paralelismos, con ese episodio nacionalista castellano de los comuneros (contra el ‘imperio’), pues el 1 de noviembre de 1522, Carlos I promulgó el Perdón General, que daba la amnistía a quienes habían participado del movimiento comunero. Sin embargo, un total de 293 personas – pertenecientes a todas las clases sociales- y entre ellas, María Pacheco y el obispo Acuña, fueron excluidas del perdón general.
Se estima que fueron un total de cien los comuneros ejecutados desde la llegada del rey, entre ellos el obispo Acuña (ajusticiado en el castillo de Simancas el 24 de marzo de 1526, tras un intento frustrado de fuga. A raíz de esta ejecución, Carlos I fue excomulgado por ordenar el ajusticiamiento de un prelado de la iglesia.
Este falso ‘perdón general’, a mi modo de ver, es calcado al ‘indulto parcial’ a los nueve líderes independentistas, tras el falso juicio por el referéndum del 2017; y, claro, con la persecución del resto, pues seguimos teniendo unos 4000 represaliados, en trámites de juicio.
La revuelta de las Germanías, de ‘germà’ (hermano), se produjo en Valencia y Mallorca en paralelo a la de los Comuneros castellanos, a comienzos del reinado de Carlos I. En este caso la revuelta fue entre 1519 y 1523.
Los artesanos del reino de Valencia querían mantener los privilegios adquiridos durante el reinado de Fernando el Católico, es decir, el derecho a formar milicias en caso de necesidad de luchar contra las flotas berberiscas.
(…) los agermanados, dirigidos por Jaume Ros, fueron vencidos el 18 de julio de 1521 (otra maldita coincidencia de fechas, con el 18 de julio de 1936), por el duque de Segorbe en la batalla de Almenara, pero, pocos días después, el 23 de julio, Vicente Peris derrotó en Gandía al virrey y sus caballeros en la conocida como la batalla del Vernissa. Tras la batalla, el virrey se refugiaría en el Castillo de la Atalaya de Villena, desde donde, posteriormente, se concentrarían las tropas para marchar sobre los burgueses rebeldes en Valencia.
Posteriormente, el movimiento perdió unidad, por las discrepancias que se produjeron entre sus líderes, y las siguientes campañas militares concluyeron en derrotas de los agermanados.
No deja de ser curiosa y vergonzante la similitud de esa división interna, con la situación catalana post 2017, facilitándose, de ese modo, la victoria del rey. Está claro que nunca aprendemos. La historia se repite y nosotros seguimos siendo los únicos animales que tropezamos repetidamente con la misma piedra.
También es curioso resaltar que, en las germanías, en determinado momento de la rebelión destacó Antonio Navarro, un personaje conocido como ‘El Encubierto’ (el ‘rei Encobert’ o l’Home de la Bèrnia), un impostor que se hacía pasar por el infante Juan, hijo de los Reyes Católicos.
Navarro sustituyó al líder Vicent Peris, y, finalmente, fue asesinado en 1522, por cinco sicarios del rey; y, después de muerto, sometido a un proceso inquisitorial por hereje. Todo muy actual. La historiografía española ridiculiza a ese personaje, pero no deberíamos hacerle demasiado caso.
Es importante señalar que en las elecciones de Castilla y León de 2022, los partidos nacionalistas castellanos no obtuvieron ningún escaño, que se distribuyeron los partidos españolistas; siendo la única excepción el partido de la España Vaciada, que obtuvo un 3% de los votos.
De todos modos, sigue vivo el sentir de los comuneros, como pudimos observar en la manifestación que los independentistas catalanes efectuamos en Madrid en marzo del 2019, bajo el lema: ‘La autodeterminación no es un delito. Democracia es decidir’; una manifestación organizada por la ANC y Òmnium, que movilizó a 120.000 participantes.
Como nota curiosa, en esa manifestación se hicieron muy visibles los actuales comuneros castellanos, buena prueba de ello es que una amable señora, de mi edad, nos dio una bandera comunera, para que la llevásemos junto a nuestra ‘estelada’, ya que, nos dijo, que compartían nuestra lucha; bandera que conservo, obviamente.
Es importante señalar que el ‘imperio’ de Carlos I robó el sentir nacionalista de los comuneros, que el proyecto nacional español les robó su identidad, como pasó también con las germanías y con los independentistas andaluces.
Y esa falsa identidad española, es la que ha imperado y sigue imperando, respaldada por los ‘historiadores’ del régimen oficial, como Marcelino Menéndez y Pelayo (1856 – 1912), Ramón Menéndez Pidal (1869 – 1968), José María Pemán (1897 – 1981), etc.; autores que quitaron el valor ético, moral y romántico de esos movimientos, que fueron considerados como rebeldes traidores, desarrapados.
Y así seguimos así, nada ha cambiado con nosotros, los independentistas catalanes.
Pero, aún así, hay políticos ‘conllevantes’ (Ortega y Gasset), ‘dialogantes’, para, de ese modo, ocultar su falta de ideas y de valentía, su falta de la obligación de ‘servicio’ a la ciudadanía que les votamos. Y todo, claro, por el temor a acabar como los citados lideres comuneros.
Y eso es comprensible y humano; pero, en ese caso, que dimitan, que se vayan a casa, que se refugien en el sofá y se conformen con el ‘pan y circo’ de su televisión.
Nadie es imprescindible, y menos los antiguos ‘líderes’, como dijo Eudald Carbonell.
En caso contrario, confirmaremos que ‘tenemos el gobierno y los lideres que nos merecemos’, y, en ese caso, no podremos ni protestar, pues, como dijo André Malraux: ‘no es que los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tiene los gobernantes que se le parecen’.