Editorial

Por años, el Día del Maestro ha sido una oportunidad para reconocer el compromiso y la labor de quienes sostienen la educación con vocación, esfuerzo y constancia. Sin embargo, también es un momento que algunos intentan usar como plataforma para fines personales, disfrazando de lucha magisterial lo que en realidad es protagonismo vacío.
Durante la reciente conmemoración del 15 de mayo, mientras el Sindicato de Maestros al Servicio del Estado de México (SMSEM) realizaba un acto institucional con participación plural del magisterio, un pequeño grupo encabezado por Iván Gómez Hurtado decidió marchar en paralelo. La diferencia no estuvo solo en el lugar o el tono, sino en el fondo: mientras unos apostaban al diálogo y a la representación real, otros elegían la descalificación sin propuesta.
Es revelador que apenas una quincena de personas acompañaran esta “protesta”. No se trata de números por sí solos, sino del respaldo auténtico que cualquier movimiento legítimo requiere. En este caso, la ausencia de apoyo evidencia que el discurso de defensa al magisterio se diluye cuando no va acompañado de propuestas claras ni de una ruta de solución.
Quienes aseguran representar a los docentes deben demostrarlo no solo con pancartas, sino con ideas, con proyectos y, sobre todo, con la voluntad de escuchar y construir. De lo contrario, no se está al servicio del magisterio, sino al servicio de un ego que necesita reflectores.
No es casualidad que eligieran el día, la hora y el lugar para hacer su aparición. Lo que omitieron —deliberadamente— fue tender puentes, buscar consensos o siquiera explicar con claridad a quiénes representan. Porque cuando el objetivo no es transformar, sino figurar, la protesta se convierte en un acto escénico.
En tiempos donde la docencia enfrenta retos reales, desde lo pedagógico hasta lo estructural, es urgente distinguir entre quienes construyen y quienes solo gritan. No todo el que levanta la voz lo hace por los maestros; algunos lo hacen solo por sí mismos.