SAN CRISTÓBAL, Venezuela, 15 oct (Reuters) – El rostro cansado y demacrado de Yaidis Colmenares, madre de tres hijos, deja pocas dudas sobre por qué se va de Venezuela a Colombia.
La mujer de 37 años pesa 19 kilos menos que hace 10 años, y apenas puede permitirse comprar comida con el dinero que ganó vendiendo dulces en el metro de Caracas, que aún mantiene una estricta cuarentena por el COVID-19.
La semana pasada caminó y realizó autostop a lo largo de 805 kilómetros desde Caracas hasta la ciudad de San Cristóbal, cercana a la frontera, con la esperanza de llegar a Colombia junto a su hijo de 13 años, su hija de ocho años y su bebé Yoselín, de un año amarrada al pecho.
“Mira el grado de desnutrición en el que estoy”, dijo Colmenares mientras caminaba con un grupo de 15 personas a través de un parque cerca de una avenida de San Cristóbal, un giro en su recorrido para evitar los controles de la Guardia Nacional y la policía, en las que los migrantes dicen que los uniformados los golpean, les cobran pagos extorsivos o les dicen que entreguen sus pertenencias.
Desde hace casi un mes que en San Cristóbal, capital del estado Táchira y que colinda con Colombia, son más visibles los grupos de adultos y niños así como de mujeres embarazadas, algunos van en muletas y sillas de ruedas, y todos llevan la misma meta: salir de Venezuela porque no pueden sobrevivir, como Colmenares, en medio de la peor crisis económica de la historia.
En Venezuela “ahora como todo es en dólares o corremos o nos morimos”, dijo, refiriéndose a la creciente dolarización de los bienes básicos y servicios que los hace inaccesibles para la gran mayoría que cobran en moneda local y un salario mínimo mensual de menos de un dólar.
La renovada migración amenaza con engrosar las filas de la diáspora venezolana en toda Sudamérica, una situación que ha sido descrita en los últimos años como una crisis de refugiados sin precedentes y en proporciones nunca vistos en la región.
Naciones Unidas estima que unos 5 millones de venezolanos abandonaron el país entre 2015 y 2019, principalmente hacia otras partes Sudamérica, para escapar del colapso económico. Este año, al menos 100.000 venezolanos regresaron a su país cuando la pandemia cerró negocios y dejó a quienes trabajaban como vendedores ambulantes informales sin poder ganarse la vida.
Los que regresaron dicen que fueron estigmatizados por el gobierno del presidente Nicolás Maduro por alimentar la enfermedad y terminaron en una existencia precaria que se vio empañada por apagones, delitos y escasez crónica de combustible.
Human Rights Watch en un informe de esta semana dijo que los migrantes retornados se han enfrentado a un trato abusivo por parte de las autoridades venezolanas, que incluye ser retenidos en hacinados centros de cuarentena y con acceso limitado a alimentos y agua.
CAMINANDO POR BLOQUES
La oficina de migración de Colombia dijo esta semana que los migrantes comenzaron a regresar a través de cruces fronterizos informales hace alrededor de un mes. Las fronteras de Colombia se mantienen oficialmente cerradas hasta al menos el 1 de noviembre.
El director general de Migración Colombia, Juan Espinosa, dijo la semana pasada que la población de venezolanos en Colombia podría llegar a alrededor de 2 millones de personas en un período de tres a cinco meses, una vez que se reabra la frontera, frente a los 1,73 millones de fines de fines de julio.
Residentes de San Cristóbal intentan apoyar a la nueva ola de migrantes ofreciéndoles consejos sobre las rutas más cortas o ayudándolos a evitar los bloqueos y retenes establecidos por la policía y la Guardia Nacional.
Cuando unos 30 migrantes que se dirigían a la frontera con Colombia fueron detenidos por las tropas el 12 de octubre, un grupo de vecinos llegó y cantó el himno nacional mientras ondeaban una bandera venezolana. Las tropas finalmente les dejaron pasar.
“Mira a todos los venezolanos que vamos emigrando por tí, Maduro. No tapes el sol con un dedo”, gritó Ambar Orellana, de 27 años, mientras caminaba por San Cristóbal con su esposo y sus dos hijos con la esperanza de llegar a Perú. Agregó que los conductores de autobuses que transportaban migrantes tenían que pagar a las tropas para pasar los controles de carreteras y a los que iban a pie les cobraban 20 dólares a cada uno.
“En los puntos de control los mismos guardias uniformados son los más ladrones (…) nos quitan la plata, la comida, la ropa”, señaló Orellana, quien trabajaba en San Felipe, en el estado central de Yaracuy, como comerciante informal.
El Ministerio de Información de Venezuela no respondió de inmediato a una solicitud de comentarios sobre la nueva ola de migración o las acusaciones de funcionarios públicos que buscan pagos de los migrantes.
Juana Contreras, una ama de casa de unos 60 años que vive en una comunidad cercana a la carretera que conduce a la frontera, en las últimas semanas comenzó a cocinar arepas, así como sopa con verduras para regalar a los migrantes.
Junto a otros vecinos y con donaciones, Contreras dijo que ya ofrecen gratuitamente cada día unas 300 tazas de sopa de huesos y verduras y de desayuno entregan arepas y café.
Reporte de Anggy Polanco, Reporte adicional de Oliver Griffin en Bogotá, Escrito por Brian Ellsworth y Vivian Sequera, Editado en Español por Manuel Farías