El alboroto de anécdotas, informaciones falsas, opiniones (en realidad muchas veces prejuicios y manipulaciones interesadas) que rodean el asunto de Carles Puigdemont (ex-Presidente de Cataluña destituido ilegítimamente el 2017 por el gobierno español) esconde una simple e importante realidad: la más que deficiente calidad democrática de las instituciones y la legalidad españolas. El Estado español es heredero, no de la legítima República aniquilada por el golpe de estado fascista de Franco, sino del régimen que el dictador instauró y mantuvo hasta su muerte: la monarquía, el ejército, el sistema judicial (con tribunales especiales para delitos políticos y de opinión), la Guardia Civil (que acumula miles de denuncias por torturas), la corrupción generalizada y la clase dirigente más especuladora del continente… Esta es una realidad que interpela directamente al conjunto de los países y de la sociedad europea, que se enfrenta, una vez más, a la disyuntiva de mantener este club de estados y corporaciones que es la UE o crear un verdadero espacio de ciudadanía común, basado en el respeto escrupuloso de los derechos civiles, políticos y humanos fundamentales. Puigdemont -al que no voté- es el presidente elegido por la mayoría de los catalanes y, como eurodiputado, ha obtenido un millón de votos (Josep Borrell, actual ministro de Exteriores de la Comisión, obtuvo 600.000). Los «delitos» por los que es perseguido por el Estado español son puramente políticos y una herencia de la cultura represiva franquista. El respeto de su inmunidad por parte de los tribunales italianos es la enésima prueba de lo poco fundada jurídicamente y lo mucho políticamente que está la persecución del independentismo catalán.
Rolando d’Alessandro