Los datos oficiales de la Secretaría de Salud de Chiapas sobre el municipio de Chalchihuitán, donde más de 5,000 personas han sufrido desplazamiento forzado en los últimos tres años, contabilizan dos contagios y ninguna muerte por coronavirus. Los recuentos de algunas autoridades tzotziles, sin embargo, cifran los fallecidos en al menos 22. Al inicio de la pandemia varias comunidades, airadas por décadas de violencia y discriminación, cerraron el paso a los representantes de cualquier gobierno, a los que culpaban de propagar el virus.
Rodrigo Soberanes
21 Enero 2021
A las cinco de la tarde del 23 de septiembre de 2020 murió Jerónimo Pérez Girón. Tenía un año y nueve meses. La noche anterior había empezado a toser. Fue enterrado en el “cementerio de los niños” de la comunidad tzotzil Tulantic, en el municipio chiapaneco de Chalchihuitán, bajo cafetales y robles. Sobre su tumba hay un vaso, una taza para beber pozol —bebida de maíz molido— y un par de zapatos. Gerardo Pérez y Rosa Girón no llevaron a su hijo al médico por una profunda desconfianza hacia las autoridades. Ni siquiera cambiaron de opinión cuando aquella madrugada la tos del niño empeoró y sus quejas aumentaron. Jerónimo enfermó y murió donde había nacido: en un campamento de desplazados en la cima de un monte, a un kilómetro de su comunidad, donde su familia y cientos más habían huido para refugiarse de los disparos. Hacía tiempo que la casa familiar de los Pérez Girón, a cincuenta metros de la tumba del niño, era un espacio abandonado donde solo quedaba ropa a medio lavar y un maíz que nunca fue desgranado.
Los habitantes de Tulantic cerraron el paso en abril a los representantes de cualquier institución pública, como muchas otras comunidades de la región de los Altos de Chiapas. Los ataques de grupos paramilitares en los últimos tres años recrudecieron la disputa por tierras que desde hace 45 años enfrenta a los municipios vecinos de Chenaló y Calchihuitán. Durante ese periodo, alrededor de 5,000 personas de este último se han desplazado dentro de los límites del mismo municipio. Después de décadas de violencia y discriminación, los pobladores culpaban a los diferentes gobiernos de la pandemia. Aunque sus padres hubieran querido que atendieran a Jerónimo esa noche, de todos modos, hubiera sido muy complicado.
Una mañana de octubre, en uno de los tres centros de salud de Chalchihuitán, una mujer con cargo administrativo, que pidió guardar el anonimato, dijo que los médicos solo aparecían de vez en vez. Ella era la única que siempre estaba ahí. Las instalaciones que se habían habilitado para la pandemia consistían en una mesa vacía donde antes había mascarillas y frascos de gel. La muerte de Jerónimo ocurrió en un lugar donde las autoridades dicen que la pandemia no ha llegado. Según las estadísticas oficiales del gobierno de Chiapas, en Chalchihuitán solo se han contabilizado dos contagios y ningún fallecido.
El doctor Ariosto Coutiño Niño, responsable de la Jurisdicción II de la Secretaría de Salud de Chiapas, asegura que entre mayo y septiembre se visitaron 250,000 casas de los 17 municipios que componen la región de los Altos de Chiapas, y se contabilizaron 450 casos y 37 fallecidos. Pero dijo que no tiene datos sobre cada municipio ni sobre cuántas pruebas PCR se realizaron. Cuatro líderes indígenas aseguran que a Chalchihuitán lo que no han llegado son las autoridades.
Si el miedo fue el sentimiento predominante al inicio de la pandemia, en varias poblaciones de Chiapas fueron la ira y la desconfianza. El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Secretaría de Salud, además de denunciar falta de insumos y despidos injustificados por parte de las autoridades del estado, alertó sobre las agresiones sufridas por el personal de salud. En los municipios de San Andrés Larráinzar y Las Rosas algunos pobladores atacaron hospitales y quemaron ambulancias. Entre grupos de WhatsApp empezó a circular el rumor de que el gobierno llevaba la pandemia a las comunidades a través de las campañas de fumigación para prevenir el dengue. “Hasta se dijo que había drones esparciendo el virus”, dice Coutiño, quien reconoce que, aunque las autoridades empezaron a difundir mensajes en tzotzil para informar a la población, no llegaron a algunos territorios.
“En un principio casi no se podía creer que era cierto, la mayoría pensó que sólo era una falsa alarma que dio el gobierno”, dijo Ausencio Pérez Paciencia, otra víctima del desplazamiento forzado, sobre el inicio de la pandemia. Pérez, uno de los líderes de Pom, su comunidad, se dio a la tarea de comunicarse con las diferentes autoridades tradicionales de otras poblaciones del municipio para rastrear la dimensión de la pandemia. Dice que solo entre el 1 y el 26 de junio documentó 22 muertos que habían tenido síntomas como dificultad para respirar y pérdida de olfato. Asegura que todos fallecieron en sus pueblos, sin atención médica, y que por eso no existen diagnósticos ni actas de defunción que registraran sus muertes.
“Ningún enfermo iba (a los centros de salud) porque tenían miedo de que los mataran ahí porque era lo que se rumoró”, dice Pérez Paciencia.
En un puesto de comida de la cabecera municipal —su casa en Pom sigue abandonada y su fachada está llena de agujeros de bala— recuerda cómo a partir del mes de abril la gente fue enfermando con síntomas comúnmente asociados a la Covid-19. Él mismo, asegura, estuvo 15 días tumbado en cama con fiebre. Su esposa e hijos también se enfermaron y se trataron con hierbas medicinales. Ir al doctor nunca fue una opción, aunque a diferencia de muchos de sus vecinos, él no duda de que el coronavirus existe y mata.
Los testimonios de una decena de habitantes de comunidades del municipio recogidos por MCCI contradicen la cifra oficial de un contagio y cero muertos. Coutiño dice que están haciendo “autopsias verbales”, encuestas, para ver cuál ha sido el alcance real de la pandemia.
Uno de los casos que no aparecen en las estadísticas oficiales es el de Mariano Díaz Gómez, un hombre de 65 años que padecía diabetes y que comenzó a sentirse mal en agosto. Según cuenta su familia, no quiso que lo atendiera ningún médico ni que le hicieran la prueba PCR.
Su primer síntoma fue la fiebre alta, luego perdió el olfato y el gusto. En sus últimos días le faltaba el oxígeno. “Sabía que no le quedaba mucho y ya le costaba respirar. No quiso ir al centro de salud porque tenía miedo de morir ahí”, contó Selena Díaz, una de sus hijas. Mariano Díaz era un hombre alto, de pocas sonrisas, al que le gustaba contar historias sobre la fundación de Chalchihuitián. Murió el 28 de agosto y fue velado por sus seres cercanos en su hogar, en la cabecera municipal. Vaciaron su habitación para llevar sus pertenencias a la tumba, como dicta la costumbre. Está enterrado en el patio trasero de su casa.
En julio, cuatro meses después del inicio de la pandemia, el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, visitó Chiapas. Junto con el gobernador, Rutilio Escandón, presentaron el Modelo de Intervención Local de Salud Comunitaria. La propuesta se basaba en que las propias comunidades fueran el primer eslabón de control para que a través de su información el gobierno pudiera atender las necesidades sanitaras de la población. El plan tenía el problema de que muchas comunidades no solo no confiaban en los gobiernos, sino que los consideraban los culpables de este nuevo mal como de muchos males anteriores: en 15 de los 17 municipios de Los Altos de Chiapas, donde viven más de 600,000 personas, principalmente pertenecientes a los pueblos tzotzil y tzeltal, la pobreza es de más del 90%, según la Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval). En Chalchihuitán, el municipio más vulnerable, el porcentaje sube al 99.3%. La pobreza extrema es del 79.8% y según el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, casi una de cada cuatro personas desplazadas en los últimos tres años no ha podido regresar a su casa.
“(Las comunidades) eran como una bodega llena de paja y la Covid fue la chispa”, dice Marcos Arana, director del Centro de Capacitación en Ecología y Salud para Campesinos (CESC), quien ha sido un actor clave en el manejo de la pandemia en municipios indígenas de Chiapas. “La desinformación y la desconfianza histórica no han sido atendidas con un acercamiento efectivo para desactivar los focos de tensión.”
El 11 de julio, después de evaluar las fallas de las políticas públicas para atender la emergencia sanitaria, Arana y su equipo entregaron un documento a alcaldes de Los Altos de Chiapas donde sugirieron algunas medidas para romper el cerco de la desconfianza y acercar servicios de salud a la población indígena. Propusieron atender de manera personalizada a personas vulnerables y un mecanismo comunitario para la identificación de brotes. También se pidió que fuera suspendida temporalmente la campaña de fumigación del mosquito del dengue y se cambiara por un plan de prevención; que la aplicación de vacunas de influenza se retrasara un mes; y que se cambiara el uso de cubrebocas por paliacates. Además, varias estaciones de radio indígenas cooperaron para difundir información. Estas medidas, dice, fueron adoptadas por un grupo de alcaldes y sirvió para combatir la pandemia. Pero no consiguió convencer a todas las comunidades.
Marcos Pérez Gómez es una de las personas que no cree en nada de lo que diga ninguna autoridad. Es un hombre de 55 años que integra el Comité de Desplazados Forzados Internos. Hay algo raro en su andar. Dice que unos militares le rompieron los ligamentos de una rodilla cuando le dieron una golpiza en Guerrero, durante un encuentro de pueblos indígenas. En octubre hablaba en las instalaciones del Centro Fray Bartolomé de las Casas, en San Cristóbal.
—¿Cuál cree que es el origen de esta mala relación con el sistema de salud?, se le pregunta.
— Nosotros no conocemos el bien, el mal se ha naturalizado. Nuestros bisabuelos han nacido y han muerto así. Nosotros nacemos así, sin zapatos, sin comida, sin siquiera el mínimo de atención. El gobierno nos ve como personas salvajes. Para nosotros es natural el pleito, la ofensa, el maltrato, la dominación.
—¿Cómo ha afectado la pandemia en sus comunidades?
—No hay confianza en que los que se enferman vayan a los centros de salud porque se ha catalogado al gobierno como asesino. Es prohibido dar información sobre Covid. Si llega a saber la gente que doy información (sobre algún presunto enfermo con Covid) me van a agarrar porque estoy revelando la situación del municipio y posiblemente los de salud vienen y se los llevan enfermos y en la tarde ya estarán muertos y quemados. De todos los que se enferman, no se sabe nada.
Antonio Pérez y su familia se desplazaron a la localidad de Acteal el 10 de agosto de 2019, cuando un grupo armado destruyó su casa y una decena más de su comunidad, Los Chorros. Desde entonces viven en un cobertizo frente a la Capilla de la Masacre, llamada así porque en este lugar se inició la matanza de 1997 en la que un grupo paramilitar contrainsurgente asesinó a 45 personas, entre ellas 15 menores y cuatro mujeres embarazadas. El 26 de octubre pasado Pérez, integrante de la organización Sociedad Civil Las Abejas de Acteal, reflexionaba sobre el impacto de la pandemia mientras su padre dormía en una banqueta y los niños, jóvenes y mujeres rondaban por el lugar sin nada que hacer y sin mascarillas.
“Sí fallecieron personas, pero no nos estábamos dando cuenta si es o no es Covid. Los que murieron ya estaban enfermos de otra cosa”, dice Pérez.
A él le preocupa más el hambre. En agosto, recuerda, la niña María Angélica Jiménez Ramírez murió de algún mal estomacal, según creyeron los adultos por sus síntomas y porque desde el inicio de la pandemia solo se había alimentado de tortillas y frijoles. Su familia no le podía comprar verduras, carne y frutas. Igual que Jerónimo, tenía un año y nueve meses. Igual que él, era víctima del desplazamiento forzado.
Con la llegada de la pandemia, la población indígena desplazada quedó aún más incomunicada. Desaparecieron los trabajos que los jóvenes iban a buscar en los campos agrícolas del norte del país, se perdieron cosechas en las parcelas. El precio del frijol y el maíz de los pequeños distribuidores de la zona aumentaron desde los 300 a los 500 pesos el bulto de 50 kilos. Para los que han perdido sus tierras se volvió casi prohibitivo. Roberto Girón Pérez, integrante del comité de desplazados internos, describe los tiempos anteriores al desplazamiento forzado y la pandemia como una época en la que la gente todavía “compraba sopa y carnita”.
La asociación Fideicomiso para la Salud de los Niños Indígenas de México realizó un sondeo durante la pandemia en las comunidades afectadas por el desplazamiento forzado y detectó hambruna en Chalchihuitán y Aldama, los municipios con mayor número de personas desplazadas en Chiapas. “Hay una cuestión de la desnutrición de los niños que se ha incrementado durante estos últimos meses”, dijo Diandra Góngora, representante de la organización.
El 22 de octubre las camionetas con ayuda humanitaria de este fideicomiso y Cáritas llegaron por el camino que baja desde la comunidad de Tulantic hacia la carretera más próxima. Hasta ese punto llegaron mujeres de todas las edades con bebés. Comida, juguetes y útiles escolares fueron llevados en un ágil acarreo por la empinada cuesta de un kilómetro. No pasaron 15 minutos entre que se estacionaron las dos camionetas en el entronque y el momento en que se formaron dos filas en la cancha de básquetbol de la comunidad. Entre la romería que se comenzó a desarrollar, corrió la pregunta de si alguien había perdido a algún familiar por enfermedad con síntomas de Covid. Y entre uno de los grupos, apareció una joven: Rosa Girón Pérez, 22 años, la mamá de Jerónimo. Ella fue quien relató las últimas horas de su hijo y cómo la familia acudió al ayuntamiento a pedir un ataúd gratuito para enterrarlo. A las autoridades no le mencionaron la tos del niño, porque si hubieran tenido algún indicio de que Jerónimo podría haber muerto por el coronavirus no le hubieran entregado el féretro.
Dos días después la abuela de Jerónimo, Manuela Pérez Luna, 38 años, recordaba cómo su nieto, en general activo y explorador, se asustaba con el sonido de los disparos. Cree que el “pobre niño difunto” sí fue víctima de la pandemia y lamentó que su hija Rosa no hubiera tenido tiempo para aprender “cuáles hierbas usar” en casos de emergencia.
Lorenzo Pérez Gómez, otro habitante de la comunidad, guio al periodista hacia la tumba de Jerónimo. “¡El niño era gordito, fuerte, corría, jugaba mucho, no se enfermaba!”, comenzó a exclamar al ver el vaso, la taza de pozol y el par de zapatitos. Lorenzo Pérez se enojaba sin saber si el hambre, las consecuencias de la violencia o el coronavirus se habían llevado al bebé. Luego, lacónicamente, comentó que la noche anterior se habían vuelto a escuchar disparos.
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Esta información fue publicada originalmente por Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad en: https://contralacorrupcion.mx/las-muertes-ocultas-de-los-indigenas-chiapanecos-que-temian-al-estado/