Jorge Ivan Peña Rodríguez,
especialista en Ciencia Política, UNAM.

El lawfare es una estrategia de guerra jurídica que opera como mecanismo de disciplinamiento político en América Latina. No se trata simplemente de una desviación del derecho, sino de una táctica estructurada que combina el uso faccioso del aparato judicial con campañas mediáticas de linchamiento, todo ello al servicio de los intereses del capital y las oligarquías locales. Su lógica responde a una alianza entre personas juzgadoras, fiscales y medios de comunicación que, actuando como una tríada articulada, convierten al sistema judicial en un instrumento de persecución y exclusión política. En esta guerra sin cuarteles, donde el expediente reemplaza al golpe de Estado clásico, el enemigo es claro: toda expresión de poder popular que se atreva a disputar el sentido común impuesto por el capital.
La reciente ratificación de la condena contra Cristina Fernández de Kirchner por parte de la Corte Suprema de Argentina vuelve a poner sobre la mesa esta realidad. Si bien el caso argentino presenta particularidades respecto a otros escenarios latinoamericanos —como los de Bolivia, Ecuador o Perú, donde el lawfare se ha dirigido contra liderazgos vinculados al mundo indígena y campesino—, no deja de inscribirse en una misma lógica de dominación estructural. En este caso, el lawfare se despliega como una herramienta de las élites económicas y políticas para proscribir, acallar o neutralizar proyectos que cuestionan el modelo neoliberal o defienden una visión redistributiva y de justicia social. El objetivo no es tanto hacer justicia como inhabilitar a quien encarna la posibilidad de una alternativa popular ante el colapso económico y social en curso.
La causa “Vialidad” —junto a las múltiples causas judiciales abiertas contra la exmandataria— no puede leerse al margen del contexto de ascenso de un proyecto ultraliberal encabezado por Javier Milei. La judicialización de Cristina Fernández responde menos a un interés genuino de justicia que a una estrategia de eliminación del adversario político, de deslegitimación del legado kirchnerista y de restauración de la hegemonía conservadora. Aquí, el lawfare no se apoya necesariamente en estructuras de racialización, pero sí reproduce un orden de clase y de privilegios, actuando como una prolongación del colonialismo interno, entendido ahora como subordinación sistemática de los sectores populares organizados.
El lawfare es, en esencia, una guerra sin fusiles, pero no sin víctimas. Se ejecuta con toga y micrófono, con titulares y expedientes amañados. Funciona como un dispositivo de control que, lejos de defender la democracia, la socava. Su operación se basa en el timing político, en el uso selectivo de la ley, en la concentración mediática y en la captura del poder judicial por parte de sectores afines al orden neoliberal. En muchos casos, los juicios se convierten en meras escenografías donde la condena ya ha sido dictada de antemano.
En resumen, el caso argentino nos recuerda que el lawfare no es un fenómeno homogéneo, pero mantiene constantes: su funcionalidad al capital, su articulación con las élites nacionales y su carácter profundamente antidemocrático. Cristina Fernández no es una excepción, sino una pieza más en un patrón sistemático de persecución política en América Latina, orientado a impedir que los pueblos ejerzan plenamente su derecho a construir alternativas al orden establecido.