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Quizás un día, nuestros nietos se pregunten ¿qué hicimos nosotros, si ‘realmente’ éramos independentistas?
Creo, asimismo, que es positivo pensar con las luces largas puestas, sin olvidar, obviamente, los metros próximos, la corta distancia del presente. y por eso me parece interesante leer las siguientes reflexiones, para no repetir errores.
Soy consciente que la presente compilación es extensa, pero me parece que su lectura pausada puede ilustrarnos, y hacernos replantear nuestra actuación futura.
El libro de Gerard Furest ‘Decàleg irreverent per a la defensa del català’ (Decálogo irreverente para la defensa del catalán’), prologado por Jordi Martí Monllau con el titulo ‘En defensa nostra’ (‘En defensa nuestra’) se comenta (traducción propia):
‘Entre 1944 i 1945, Jean-Paul Sartre escribió unos artículos en los que reflexionaba sobre el comportamiento de sus compatriotas durante los años de la recién finalizada ocupación alemana de Francia. Fueron cuatro artículos (‘La república del silencio’, ‘París bajo la ocupación’, ‘Qué es un colaboracionista’ y ‘El final de la guerra’) en los cuáles el filósofo existencialista miraba de entender, pero también de explicar a los franceses y al mundo, por qué la resistencia contra el invasor, si bien había existido, no había estado a la altura del auto-concepto que los primeros tenían de ellos mismos, ni de la imagen que tenia el resto de la humanidad, especialmente sus aliados. No hemos dicho entender porque sí, sino porque ésta es siempre la primera motivación del filósofo: situarse delante de las cosas y de los hechos para mirar de comprender porqué han pasado, y porqué han pasado de la manera que lo han hecho, cuando podrían haber estado diferentes o, sencillamente, no haber estado.
En estos escritos, Sartre interroga con honestidad (que es la primera virtud de un intelectual) sus recuerdos de los años de la guerra, y analiza su propia experiencia, que da por descontado que es extrapolable a la del resto de los franceses que vivieron aquellos años desde la no aceptación de la propia derrota y la vergüenza por la victoria de un enemigo que, un tiempo antes, habían creído impotente. Un enemigo que actuaba guiado por los valores de la cara oculta de la cultura europea.
Sartre quiere comprender, porqué el conocimiento, que permite dar forma a aquello que aparentemente no encaja, cura. Y, como quiere comprender, se muestra comprensivo: explica que, con los años y el contacto cotidiano, el enemigo resultaba ‘demasiado familiar’, tanto que no ‘le llegábamos a odiar’, y habla de la sensación que la ocupación y sus males fueron una pena que se sufrió ‘sin poder juzgarla como inmerecida’, por que la derrota había estado tan fulminante y abrumadora que costaba no sentirse culpable.
Pero Sartre también es severo con muchos de sus compatriotas, y concluye que, entre ellos (de hecho, entre todos nosotros, hombres y mujeres de todos los tiempos), hay una especie de personalidad que tiende a ‘plegarse al hecho consumado, sea éste el que sea’, y a ‘aprobarlo moralmente’, como si la consumación fuese asimismo una prueba de valor y una bendición, y esto al mismo tiempo que parece creer firmemente en la bondad del cambio -de cualquier cambio– y en la absurdidad de mirar hacia el pasado (absolviendo de esta manera el presente de cualquier pecado de origen). Sartre observa en muchos de sus coetáneos la tentación de experimentar ‘las delicias de no pensar, de no prever’ y el ‘miedo de llevar a término el oficio de ser hombre’ (consideraciones con las cuales se avanzaba a Hannah Arendt). Los ves unidos, a veces, a ‘una docilidad delante de un futuro que todos renuncian a forjar’, y otras a una confianza absurda en la propia astucia. Esta última no sería nada más que la máscara a la que recorrería, que se intuye demasiado débil para hacerse aceptable a sí mismo y de cara a los otros, y retrasar – posiblemente delegar – la responsabilidad y la acción.
La cotidianidad de la ocupación y la familiaridad con los ocupantes, la sensación de no ser suficientemente buenos para aspirar a otra cosa, la simplicidad y la ausencia de espíritu crítico (y la incapacidad de experimentar vergüenza que le es connatural, que es síntoma de un déficit moral), las ganas de no complicarse la vida, y la sublimación del horror al conflicto con la ilusión de que hay atajos y planes geniales que, llegado el momento (que nunca es ahora) permitirán que nos salgamos; este es el diagnóstico de Sartre a la hora de explicar el mal moral de la decadencia que descoloraba la Francia ocupada, la que colaboraba, pero también la indiferente, aquella que se limitaba a esperar. Delante de éstos, pero, y salvando el honor de todos los resistentes: simbólicos y expectantes durante mucho tiempo, pero ardidos cuando fue preciso. Las palabras de De Gaulle que proclamaban que el París ultrajado había sido liberado per el mismo, eran una mera hipérbole, pero es indudablemente cierto que, al final de la guerra, no sólo París, sino toda Francia, habían estado salvadas de la derrota final per la rebelión y la constancia de unos pocos (…)’
Como puede verse, este prólogo, que me parece muy interesante, nos puede ser útil para ‘entender’, como dice el prologuista, y poder situarnos delante de los hechos de estos últimos 5 años de represión española, para entender porqué han pasado, y porqué han pasado de la manera que lo han hecho, cuando podrían haber sido diferentes o, sencillamente, no haber sido.
Y esa visión filosófica debemos aplicarla tanto al estudio del pasado que nos ocupa, por ejemplo, en la ‘acogida’ del statu quo; y una primera conclusión es por el miedo a la represión imperante.
Pero no todo es lineal y claro, ya que todos los problemas comportan visiones poliédricas, subjetivas, y por eso, me parece que es ilustrativo ampliar un poco el análisis de los escritos de Sartre, que hasta ahora han podido parecer clarividentes, para ver, también, sus sombras y fobias:
‘Un texto inédito revela el complejo de Sartre por ‘no haber movido un dedo’ ante el nazismo’
El filósofo se lamentó de no haber vislumbrado los efectos de la II Guerra Mundial, lamentó en 1939 ‘no haber movido un dedo’ para oponerse al nazismo, y se sintió ‘culpable’ ante algunos de sus compañeros por su desinterés frente a la política internacional en los años de preguerra. Los diarios de guerra del filósofo francés, fallecido en 1980, se reeditarán en Francia en breve, con la adición de un cuaderno hasta ahora inédito, el primero, que se creía perdido. En ese primer cuaderno, hallado en 1991, figuran las impresiones del soldado Sartre en los días posteriores a la movilización y sus auto-reproches por no haber sabido vislumbrar un conflicto bélico devastador ni tomar partido en él.
Sartre escribió 15 cuadernos entre setiembre de 1939, inicio de la guerra, y junio de 1940, cuando Francia aceptó la derrota y capituló. De los 15 se perdieron 10, y los 5 restantes fueron publicados en 1983. Pero en 1991 apareció un cuaderno, precisamente el primero, guardado por un bibliófilo anónimo. La Biblioteca Nacional de Francia lo adquirió y la editorial Gallimard lo ha añadido a los otros cinco para una reedición bajo el título ‘Carnets de la drôle de guerre’ (‘Diarios de la guerra tonta’).
Las páginas inéditas de Sartre se suman a la apasionada revisión de que en Francia son objeto, 50 años después, los años 1939 y 1940. La profundización en el pasado ultraderechista de Mitterrand ha constituido la cresta de un intenso debate sobre la época en que la sociedad francesa mostró sus rasgos más conservadores y antisemitas, y se inclinó, salvo excepciones, ante la ocupación nazi’.
Enric González, París, 4 de febrero de 1995[1]
Primer texto de Sarte: ‘La República del Silencio’
‘Nunca fuimos tan libres como bajo la ocupación alemana. Habíamos perdido todos nuestros derechos y en primer lugar el de hablar, nos insultaban a la cara cada día y era necesario callar; nos deportaban en masa, como trabajadores, como judíos, como prisioneros políticos; en todas partes, en los muros, en los periódicos, en las pantallas encontrábamos ese rostro inmundo que nuestros opresores nos querían dar de nosotros mismos: debido a todo eso éramos libres. Porque el veneno nazi se deslizaba hasta nuestro pensamiento, cada pensamiento era, precisamente, una conquista; porque una policía todopoderosa procuraba obligarnos al silencio, cada palabra se volvía primordial como una declaración de principios; porque éramos perseguidos, cada uno de nuestros gestos tenía el peso de un compromiso.
Las mismas circunstancias de nuestro combate, a menudo atroces, nos hacían vivir sin maquillaje y sin velos esta situación desgarrada e insoportable que llamamos la condición humana.
El exilio, la cautividad, la muerte sobretodo, que enmascaramos hábilmente en las épocas felices, se nos hacían ahora el objeto perpetuo de nuestras preocupaciones; aprendimos que no son accidentes evitables, ni siquiera amenazas constantes pero exteriores: era preciso ver en ellos lo que nos tocaba, nuestro destino, la fuente profunda de nuestra realidad de hombres; en cada segundo vivíamos en plenitud el sentido de esta pequeña frase banal: ‘Todos los hombres son mortales’. Y las elecciones que cada uno hacía de sí mismo eran auténticas porque se hacían en presencia de la muerte, porque siempre se podrían haber expresado bajo esta forma: ‘Antes la muerte que …’. Y no hablo aquí de esa élite que fueron los verdaderos Resistentes, sino de todos los franceses que, a cualquier hora del día y de la noche, durante cuatro años dijeron no.
La crueldad misma del enemigo nos empujaba a los extremos de nuestra condición, obligándonos a hacernos estas preguntas que eludimos en la paz: todos aquellos de entre nosotros – ¿y qué franceses no estuvieron en una u otra ocasión en este caso? – que conocían algunos detalles interesantes de la Resistencia se preguntaban con angustia: ‘Si me torturan, ¿aguantaré el golpe?’. Así se planteaba la cuestión misma de la libertad, y nos encontrábamos a orillas del conocimiento más profundo que el hombre puede tener de sí mismo. Porque el secreto del hombre no es el complejo de Edipo ni el de inferioridad, es el límite mismo de su libertad, es su poder de resistencia a los suplicios y a la muerte.
A aquellos que tuvieron una actividad clandestina, las circunstancias de su lucha les aportaba una experiencia nueva: No combatían al pleno día, como soldados; perseguidos en la soledad, detenidos en la soledad, era en el abandono, en la privación más completa que ellos resistían a las torturas: Solos y desnudos delante de los verdugos bien afeitados, bien alimentados, bien vestidos que se burlaban de su carne miserable y a quienes una conciencia satisfecha, un poder social desmesurado daban todas las apariencias de tener razón. Sin embargo, en lo más profundo de esta soledad, estaban los otros, todos los otros, todos los camaradas de resistencia que ellos defendían; una sola palabra bastaba para provocar diez, cien detenciones. Esta responsabilidad total en la soledad total, ¿no es la revelación misma de nuestra libertad? Este desamparo, esta soledad, este riesgo enorme eran los mismos para todos, para los jefes y para los hombres; para aquellos que portaban mensajes cuyo contenido ignoraban como para aquellos que decidían por toda la Resistencia, una sanción única: la prisión, la deportación, la muerte.
No hay ejército en el mundo donde se encuentre semejante igualdad en los riesgos para el soldado y para el generalísimo. Y he ahí porque la Resistencia fue una verdadera democracia: para el soldado y para el jefe, el mismo peligro, la misma responsabilidad, la misma absoluta libertad en la disciplina. Así, en la sombra y en la sangre, se constituyó la más fuerte de las Repúblicas. Cada uno de sus ciudadanos sabía lo que debía a todos y que no podía contar más que consigo mismo; cada uno de ellos conocía, en el desamparo más absoluto, su rol histórico. Cada uno de ellos, contra los opresores, se arriesgaba a ser él mismo, irremediablemente, y eligiéndose a sí mismo en su libertad, elegía la libertad de todos. Esta república sin instituciones, sin ejército, sin policía, hacía falta que cada francés la conquistara y la afirmara a cada instante contra el nazismo. Nosotros aquí nos vemos, a punto de otra República: No podemos sino desear que ella conserve en pleno día las austeras virtudes de la República del Silencio y de la Noche.
Jean-Paul Sartre, artículo aparecido en Lettres Françaises, en 1944’.[2]
‘El ser y la nada: el enfrentamiento entre Sartre y Camus
Jean Paul Sartre pudo estrenar obras de teatro y publicar artículos en la prensa colaboracionista francesa durante la ocupación alemana. ¿Significa que sus pensamientos, que tuvieron como base la mirada del profesor Martin Heidegger, no desestabilizaban ni a los ocupantes ni al gobierno de Vichy?
Sartre fue docente. Albert Camus, sin embargo, nacido y criado en Argelia, estuvo en la Resistencia contra el ocupante y fundó el periódico clandestino Combat, que en sus mejores tiempos llegó a vender 250.000 ejemplares.
Pablo Picasso, por ejemplo, permaneció en París en los años de la guerra. Los altos jerarcas militares alemanes le compraban obras en su amplio departamento. En 1944, cuando los aliados desembarcaron en Normandía, el artista se afilió al Partido Comunista y ya era un millonario.
Una amplia bibliografía da cuenta del colaboracionismo francés en distintos ámbitos de la cultura, la política y la vida mundana. Alemania invitó entre 1940 y 1943 a escritores y pintores a visitar el país. Uno de ellos fue el reconocido Belmondo, padre del actor de cine que se hizo famoso.
Por su parte, las empresas Citroën y Renault, que fueron productoras por pedido del régimen germano, y sus principales dueños, que portaban el mismo nombre de sus rodados, fueron juzgados después de la guerra.
Hubo colaboracionismo de sobra. Jean Cocteau y la perfumista Cocó Chanel, junto con algunas actrices, fueron miradas con simpatía y hasta amor por el ocupante. La diseñadora se paseaba por todos los ámbitos sociales del brazo de su novio, un alto oficial del ejército alemán.
Hubo muchas más figuras que tuvieron éxito durante los días de la ocupación. Los nazis, es sabido, se enamoraron de París, su cultura, sus mujeres y de los artistas que deambulaban en libertad. A tal punto que cuando Hitler pidió que se aniquilara la capital de Francia con su ejército en retirada, la orden no se cumplió. Y el comandante que se negó a ello, golpeado por los ciudadanos al ser capturado, volvió con los años allí y fue ovacionado.
Varios colaboracionistas fueron juzgados y enviados a la cárcel, pero no por mucho tiempo. En ese mundo de posguerra, años de jolgorio, pero también de hambre y privaciones, asomaron en Francia y asombraron al planeta los pensadores nucleados en torno a la desplegada noción del mundo existencialista. «El ser humano no tiene otro destino más que la nada». Y otras cien reflexiones.
Intelectuales como Jean Paul Sartre, Albert Camus, Simone de Beauvoir y varios más dominaron la vida intelectual. Sin embargo, no hubo entre ellos unidad de criterio, propósitos, sentido de la vida ni visión política. Los primeros dos no se entendieron. Sartre y sus amigos salieron a aplaudir a Stalin, el vencedor, y simpatizaron en todos los sentidos con el comunismo y siguieron haciéndolo hasta comprobar a fines de los años sesenta la realidad cubana.
Camus, con un padre muerto en combate en la Primera Guerra Mundial, había pasado privaciones muy serias. El filósofo francés, en cambio, mimado por su familia, estudió en la elitista École Normale Superieure de París. Ambos se conocieron en plena guerra, cuando se habían leído el uno al otro. Se pusieron de acuerdo, peroSartre y su compañera Simone de Beauvoirmiraban a Camus por encima del hombro y lo consideraban un filósofo «amateur», un poco «camorrero».
Sartre pidió mano dura contra los colaboracionistas al concluir la contienda. Camus, en cambio, se opuso a la pena capital. En 1951 el novelista nacido en Argelia publicó «El Hombre Rebelde», un ataque a toda la izquierda admiradora del comunismo que soliviantó a Jean Paul. En la publicación «Les Temps Modernes» que dirigía Sartre apareció una dura diatriba contra ese libro y su autor. Fue una andanada de mucho calibre.
A partir de allí ambos autores se odiaron. Sartre repetía a quien quisiera escuchar que Camus, en el terreno filosófico, demostraba una gran incompetencia, refugiándose en planteos moralistas. Incluso lo calificó de «traidor a la clase obrera». Albert le contestó que durante la guerra estuvo muy lejos de ser un héroe y, además, ¿cómo se atrevía a hablar de los desheredados si era un cómodo burgués?
En su novela «Los Mandarines» (1954), Simone de Beauvoir lo ridiculizó a través de un personaje con otro nombre que indudablemente era el norafricano. La guerra de Argelia (1954-1962) aceleró la confrontación entre las dos estrellas del existencialismo.
Para Sartre los rebeldes argelinos tenían derecho a tomar las armas contra Francia en nombre del anticolonialismo. Camus, en cambio, rechazaba frontalmente los métodos violentos. Creía que europeos y norteafricanos debían disfrutar de los mismos derechos, pero la Independencia era prematura.
Camus recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957 y falleció en un accidente de tránsito en 1960. Sartre coqueteó con Fidel Castro y el Che Guevara, participó en la rebelión estudiantil francesa de 1968 y murió en 1980. Las dos visiones existencialistas, más las distintas miradas de la política y el tránsito de la vida tienen, todavía, sus seguidores’.
Daniel Muchnik, 21 de abril de 2020[3]
Vista la controversia Sartre / Camus, a nivel personal me parece más ética y moral la postura del segundo; sin que en ello influya el aspecto anecdótico de que la familia Camús Síntes, está emparentada con la mía, en grado 7, ya que la familia materna del premio Nobel (Caterina Síntes Cardona -1882-1960 -), era menorquina, teniendo diversas conexiones centradas en Josep Pons Síntes y María Barceló Bagur.
En definitiva, me parece que la lectura de esta larga compilación puede y debe ser interesante para revisar nuestras actividades y percepciones, pues únicamente así, podremos redefinir nuestra forma de actuar, si realmente seguimos queriendo conseguir la independencia de Catalunya. Sin olvidar que una de las causas que nos atenazan, como señala Sartre, es el miedo. Pero si somos conscientes de ello, habremos dado un salto cualitativo más que notable, y si lo superamos, el estado español perderá su poder.
[1] https://elpais.com/diario/1995/02/04/cultura
[2] http://ferminhistoriapoliticaymuchomas.blogspot.com/2010/09/la-republica-del-silencio-de-jean-paul.html
[3] https://elauditor.info/actualidad/el-ser-y-la-nada–el-enfrentamiento-entre-sartre-y-camus