Desde el siglo pasado es relevante la controversia de si el lenguaje determina el pensamiento, si es justo al revés, o si se trata de una interrelación constante, una interdependencia dinámica. Jean William Fritz Piaget (1896 – 1980), en contra de Lev Semeónovitx Vigotsky (1896 – 1934), consideró que el lenguaje no transforma el pensamiento, sino en la medida en que éste se encuentra en una posición para dejarse transformar. René Descartes (1596 – 1650) consideró que ‘primero pienso, luego existo’.
Independientemente del mecanismo (causa / efecto) del lenguaje / pensamiento, asimismo, nuestro desconocimiento, reservas, temores, etc., nos hacen cometer errores, conscientes e inconscientes, y los expresamos con nuestras peroratas. Por eso, normalmente hablamos sin conocimiento de causa, o inducidos acríticamente por meros indicios por los titulares mediáticos, sin contrastarlos.
De ese modo, asumimos los titulares que nos dicen que la sociedad está polarizada, radicalizada, crispada, etc. Y lo hacemos sin considerar que contienen un mensaje subliminal, es decir, sin tener conciencia de ello. Es decir, que nos manipulan y conforman según sus intereses.
Pero, racionalmente, sabemos que, como señalé en un escrito anterior, en nuestra situación predomina una gran cantidad de ciudadanos que forman la ‘mayoría silenciosa’, amorfa.
Por lo tanto, los radicalizados son / somos, los extremistas, polarizados, de ambos lados, los unionistas españoles y los independentistas catalanes.
Y en ambos extremos hay sentimientos de crispación, esperanza, desesperanza, ansiedad, fastidiados, irritados, etc.
Y ese proceso de polarización está buscado, expresamente, por los respectivos partidos políticos. Por eso, debemos preguntarnos ‘cui prodest’ / ‘cui bono’ (a quién beneficia) esa situación, aparte de los respectivos partidos. Séneca utilizó esta expresión en Medea: ‘cui prodest scelus, is fecit’ (aquel a quien aprovecha el crimen, es quien lo ha cometido).
En una sociedad artificiosa e interesadamente polarizada, las posiciones intermedias, ‘moderadas’ pierden influencia.
Las sociedades radicalizadas no forzosamente son violentas, esto debemos quitárnoslo de la cabeza. Los radicales van / vamos a la raíz, para modificar el sistema, nada más, y nada menos.
Y es evidente que los sectores polarizados, se caracterizan por su rigidez mental por el miedo al cambio. Ese es un mecanismo de defensa (inconsciente), si bien también puede ser un proceso racional, consciente. Y ese proceso de polarización es un mecanismo populista. Interesado, por parte de los poderes, de uno u otro signo, pues provocan la ‘tormenta perfecta’ para favorecer sus necesidades, pues la radicalización de la sociedad más sensible (la insensible está silenciada), siempre les beneficia a los que la buscan, ya que les justifica y cohesiona.
Para lograr esa insensibilidad de la mayoría silenciosa, hay numerosos procedimientos, directos e indirectos.
Por ejemplo, la canción de reggae ‘Dont’ Worry, Be Happy’ (no te preocupes, sé feliz), de Bobby McFerrin (1988), atribuida falsamente a Bob Marley (1945 – 1981), pero tomando esa expresión de Meher Baba (1894 – 1969), nos repite, machaconamente, que ‘en la vida todos tenemos algún problema, y cuando tú te preocupas, crece el doble, así que, no te preocupes, sé feliz’.
Quieren una mayoría amorfa, pasota, despreocupada, y que se conforme con el circo habitual: fútbol, conciertos, etc.
Y, claro, a la vez, pretenden una minoría radicalizada, polarizada, para ratificar sus posiciones defensivas contra el enemigo / opositor. Esto lo hemos visto esta mañana en la manifestación del PP y Vox, en Barcelona, contra la amnistía. Todas sus proclamas y soflamas sirven para potenciar su autoimagen, autojustificarse y diferenciarse del otro polo.
Por todo eso, debemos ser conscientes de nuestra situación personal y de nuestras propias fuerzas y limitaciones.
Así, por ejemplo, la esperanza de vida de los hombres en Catalunya en 2019 era de 81 años (ahora, tras el covid es menor). Así, a mis 73, me quedan, estadísticamente, 8 años. Y cada uno de esos teóricos años que me quedan representa el 12,5%. Mientras que, a un joven de 18 años (como mi nieto mayor), teóricamente le quedan 63, así que cada año pendiente representa un 1,6% de su futura existencia.
Por eso, los mayores somos más conscientes de la trascendencia del problema actual. No tenemos tiempo que perder. Cada año representa un alto porcentaje de nuestro resto.
Visto al revés, 1 año de mi vida pasada, es el 1,4% de mis años vividos; así que, individualmente, retrospectivamente, un año no tiene una relevancia significativa, máxime cuando ni nos acordamos de nada de la mayor parte de los años vividos, salvo cuatro datos relevantes y significativos. Mientras que, a un joven de 18 años, un año pasado le representa el 5,6% de su existencia.
Está claro que todo es relativo, pero, vista la trascendencia de nuestros teóricos futuros años, es comprensible que nos involucremos mucho más que los jóvenes, que tiene muchos años por delante.
Por eso tenemos mucha prisa. Y es comprensible que nos radicalicemos más, siendo conscientes de la complejidad global.
A este respecto, me parece interesante reproducir el siguiente cuento de Charles John Huffan Dikens (1812 – 1870):
‘El velo negro
Una velada de invierno, quizá a finales de otoño de 1800, o tal vez uno o dos años después de aquella fecha, un joven cirujano se hallaba en su despacho, escuchando el murmullo del viento que agitaba la lluvia contra la ventana, silbando sordamente en la chimenea. La noche era húmeda y fría; y como él había caminado durante todo el día por el barro y el agua, ahora descansaba confortablemente, en bata, medio dormido, y pensando en mil cosas.
Primero en cómo el viento soplaba y de qué manera la lluvia le azotaría el rostro, si no estuviese instalado en su casa.
(…)
¡Una señora, señor, una señora!, exclamó el muchacho, sacudiendo a su amo.
¿Qué señora?, exclamó el cirujano, medio dormido ¿Qué señora? ¿dónde?
¡Aquí!, repitió el muchacho, señalando la puerta de cristales que conducía al gabinete del cirujano, con una expresión de alarma que podría atribuirse a la insólita aparición de un cliente.
El cirujano miró y se estremeció también a causa del aspecto de la inesperada visita. Se trataba de una mujer de singular estatura, vestida de riguroso luto y que estaba tan cerca de la puerta que su cara casi tocaba el cristal. La parte superior de su figura se hallaba cuidadosamente envuelta en un chal negro, y llevaba la cara cubierta con un pelo negro y espeso. Estaba de pie, erguida; su figura se mostraba en toda su altura, y aunque el cirujano sintió que unos ojos bajo el velo se fijaban en él, ella no se movía para nada ni mostraba darse cuenta de que la estaban observando.
¿Viene para una consulta?, preguntó el cirujano titubeando y entreabriendo la puerta. No por eso se alteró la posición de la figura, que seguía siempre inmóvil.
Ella inclinó la cabeza en señal de afirmación.
Pase, por favor, dijo el cirujano.
La figura dio un paso, luego, volviéndose hacia donde estaba el muchacho, el cual sintió un profundo horror, pareció dudar.
Márchate, Tom, dijo el cirujano, corre la cortina y cierra la puerta.
(…) El cirujano acercó una silla al fuego e invitó a su visitante a que se sentase. La figura misteriosa se adelantó hacia la silla, y cuando el fuego iluminó su traje negro, el cirujano observó que estaba manchado de barro y empapado de agua,
¿Se ha mojado mucho? Le preguntó.
Si, respondió ella con una voz baja y profunda.
¿Se siente mal?, inquirió el cirujano, compasivamente, ya que su acento era el de una persona que sufre.
Sí, bastante. No del cuerpo, pero sí moralmente. Aunque no es por mí que he venido. Si yo estuviese enferma no andaría a estas horas y en una noche como esta, y, si dentro de veinticuatro horas me ocurriese lo que me ocurre, Dios sabe con qué alegría guardaría cama y desearía morirme.
Es para otro que solicito su ayuda, señor. Puede que esté loca al rogarle por él. Pero una noche tras otra, durante horas terribles velando y llorando, este pensamiento se ha ido apoderando de mí; y aunque me doy cuenta de lo inútil que es para él toda asistencia humana, ¡el solo pensamiento de que puede morirse me hiela la sangre!
Había tal desesperación en la expresión de esta mujer, que el joven cirujano, poco curtido en las miserias de la vida, en esas miserias que suelen ofrecerse a los médicos, se impresionó profundamente.
Si la persona que usted dice, exclamó, levantándose, se halla en la situación desesperada que usted describe, no hay que perder un momento ¿por qué no consultó usted antes al médico?
Porque hubiera sido inútil y todavía lo es, repuso la mujer, cruzando las manos.
El cirujano contempló por un momento su velo negro, como para cerciorarse de la expresión de sus facciones; pero era tan espeso que le fue imposible saberlo.
Se encuentra usted enferma, dijo amablemente. La fiebre, que le ha hecho soportar, sin darse cuenta, la fatiga que evidentemente sufre usted, arde ahora dentro. Llévese esa copa a los labios, prosiguió, ofreciéndole un vaso de agua, y luego explíqueme, con cuanta calma le sea posible, cuál es la dolencia que aqueja al paciente, y cuánto tiempo hace que está enfermo. Cuando conozca los detalles para que mi visita le sea útil, iré inmediatamente con usted.
La desconocida llevó el vaso a sus labios sin levantar el velo; sin embargo, lo dejó sin haberlo probado y rompió en llanto.
Sé, dijo sollozando. Que lo que digo parece un delirio febril. Ya me lo han dicho, aunque sin amabilidad de usted. No soy una mujer joven; y, se dice, que cuando la vida se dirige hacia su final, la escasa vida que nos queda nos es más querida que todos los tiempos anteriores, ligados al recuerdo de viejos amigos, muertos hace años, de jóvenes, niños quizá, que han desaparecido y la han olvidado a una por completo, como si estuviese muerta. No puedo vivir ya muchos años; así es que, bajo este aspecto, tiene que resultarme la vida más querida; aunque la abandonaría sin un suspiro y hasta con alegría si lo que ahora le cuento fuese falso.
Mañana por la mañana, aquel de quien hablo se hallará fuera de todo socorro; y, a pesar de ello, esta noche, aunque se encuentre en un terrible peligro, usted no puede visitarle ni servirle de ninguna manera.
No quisiera aumentar sus penas, dijo el cirujano tras una pausa. No deseo comentar lo que me acaba de decir ni quiero dar la impresión de que deseo investigar lo que usted oculta con tanta ansiedad. Pero hay en su relato una inconsistencia que no puedo conciliar. La persona está muriéndose esta noche, pero usted dice que no puedo verla. En cambio, usted teme que mañana sea inútil, sin embargo, quiere que entonces lo vea. Si es tan querido como las palabras y la actitud de usted me indican, ¿por qué no intentar salvar su vida sin tardanza, antes de que el avance de su enfermedad haga la intención impracticable?
¡Dios me asita! Exclamó la mujer, llorando. ¿cómo puedo esperar que un extraño crea lo increíble? Entonces, ¿usted se niega a verlo mañana, señor?, añadió levantándose vivamente.
Yo no digo que me niegue, replicó el cirujano. Pero le advierto que, de persistir en tan extraordinaria demora, incurrirá en una terrible responsabilidad si el individuo se muere.
La responsabilidad será siempre grave, replicó la desconocida en tono amargo. Cualquier responsabilidad que sobre mí recaiga, la acepto y estoy pronta a responder de ella.
Como yo no incurro en ninguna, agregó el cirujano, accedo a la petición de usted. Veré al paciente mañana, si usted me deja sus señas ¿A qué hora se le puede visitar?
A las nueve, replicó la desconocida.
Usted excusará mi insistencia en este asunto, dijo el cirujano, pero ¿está él a su cuidado?
No, señor.
Entonces, si le doy instrucciones para el tratamiento durante esta noche, ¿podría cumplirlas?
No, no podría.
Como no había esperanzas de obtener más informes con la entrevista y deseoso, por otra parte, de no herir los sentimientos de la mujer, que ya se habían convertido en irreprimibles y penosísimos de contemplar, el cirujano repitió la promesa de acudir a la mañana.
Su visitante, después de darle la dirección, abandonó la casa de la misma forma misteriosa que había entrado.
(…)
A la mañana siguiente, el cirujano se dirigió a la casa indicada.
Entre, señor, le dijo un hombre.
El cirujano lo hizo así, y el hombre, después de haber colocado otra vez la cadena, le condujo hasta una pequeña sala interior, al final del pasillo.
¿He llegado a tiempo?
Demasiado temprano, replicó el hombre.
(…) No habían trascurrido muchos minutos, cuando percibió el ruido de un coche que se aproximaba y poco después se detenía. Abrieron la puerta de la calle, oyó una conversación en voz baja, acompañada de un ruido confuso de pisadas por el corredor (…) pasaron otros cinco minutos cuando se abrió la puerta del cuarto y su visitante de la pasada noche, vestida exactamente como en aquella ocasión, con el velo bajado como entonces, le invitó por señas a que le siguiera.
Su gran estatura, añadida a la circunstancia de no pronunciar una palabra, hizo que por un momento pasara por su imaginación la idea de que podría tratarse de un hombre disfrazado de mujer. Sin embargo, los histéricos sollozos que salían de pena hacían desechar esta sospecha; y él la siguió sin vacilar.
La mujer subió la escalera y se detuvo en la puerta de la habitación para dejarle entrar primero. Apenas si estaba amueblada con una vieja arca de pino, unas pocas sillas y un armazón de cama con dosel, sin colgaduras, cubierta con una colcha remendada. La luz mortecina que dejaba pasar la cortina que él había visto desde fuera, hacía que los objetos de la habitación se distinguieran confusamente, hasta el punto de no poder percibir aquello sobre lo cual sus ojos reposaron al principio. En esto, la mujer se adelantó y se puso de rodillas al lado de la cama.
Tendida sobre esta, muy acurrucada en una sábana cubierta con unas mantas, una forma humana yacía sobre el lecho, rígida e inmóvil. La cabeza y la cara se hallaban descubiertas, excepto una venda que le pasaba por la cabeza y por debajo de la barbilla. Tenía los ojos cerrados. El brazo izquierdo estaba extendido pesadamente sobre la cama. La mujer le tomó una mano. El cirujano, rápido, apartó a la mujer y tomó esta mano.
¡Dios mío!, exclamó, dejándola caer involuntariamente. Este hombre está muerto.
La mujer se puso en pie vivamente y estrechó sus manos.
¡Oh, señor, no diga eso!, exclamó con un estallido de pasión cercano a la locura, no podría soportarlo. Algunos han podido volver a la vida cuando los daban por muerto. No le jede, señor, sin hacer un esfuerzo para salvarlo. Inténtelo, señor, por todos los santos del cielo. Y hablando así, frotaba la frente y el pecho de aquel cuerpo sin vida.
(…) Esto no servirá de nada, buena mujer, dijo el cirujano suavemente, mientras le apartaba la mano del pecho de aquel hombre.
Descorra la cortina.
¿Por qué? Preguntó la mujer, levantándose de un sobresalto.
Descorra la cortina, repitió el cirujano con voz agitada.
Oscurecí la habitación expresamente, dijo la mujer, poniéndose delante, mientras él se levantaba para hacerlo. Oh, señor, tenga compasión de mí. Si no tiene remedio, si está realmente muerto, no exponga su cuerpo a otros ojos que no sean los míos.
Este hombre no ha muerto de muerte natural, observó el cirujano, es preciso ver su cuerpo.
Y con un vivo ademán, abrió la cortina de par en par, y, a plena luz, regresó al lado de la cama.
Ha habido violencia, dijo señalando al cuerpo y examinando atentamente el rostro de la mujer, cuyo velo negro, por primera vez, se hallaba subido.
(…) Aquí ha habido violencia, repitió el cirujano, evitando la mirada de la mujer.
Si, violencia, repitió la mujer.
Ha sido asesinado, dijo el cirujano.
Pongo a Dios por testigo de que lo ha sido, exclamó la mujer con convicción. Cruel, inhumanamente asesinado.
¿Por quién?, preguntó el cirujano, cogiendo por los brazos a la mujer.
Mire las señales de sus carniceros y luego pregúnteme, replicó ella.
El cirujano volvió el rostro hacia la cama y se inclinó sobre el cuerpo que ahora yacía iluminado por la luz de la ventana. El cuello estaba hinchado, con una señal rojiza a su alrededor. Como un relámpago, se le presentó la verdad.
¡Es uno de los hombres que han sido ahorcados esta mañana! exclamó, volviéndose con un estremecimiento.
¡Es él!, replicó la mujer con una mirada extraviada.
¿Quién era?
Mi hijo, añadió la mujer, cayendo a sus pies sin sentido.
Era verdad. Un cómplice, tan culpable como él mismo, había sido absuelto, mientras a él lo condenaron y ejecutaron (…)
Efectivamente, el cuento continúa, y el lector interesado ya lo buscará; pero, a los efectos del presente escrito, me parece que podemos efectuar un claro paralelismo, entre el estado ejecutor, el proceso ejecutado, los independentistas, representados por el cirujano, y los independentistas desencantados, representados por la mujer.
Ya me he excedido demasiado, pero, incluso parándome así, me parece que puede ser estimulante para el lector, para sacar deducciones interesantes en diferentes órdenes y contextos.
Y, claro, los mayores, debemos aprender para actuar sin dilaciones, para radicalizarnos más, si cabe.